Exámenes, el diagnóstico y un shock. Así describen Javiera Chinchón, mamá de Ignacio, y Valentina Poza, mamá de Sofía, lo que sintieron al saber que sus hijos tenían leucemia. Años después de sus trasplantes de médula, recuerdan el tratamiento y el impacto que el cáncer y DKMS tuvieron en sus vidas.
Javiera Chinchón venía de vuelta a Santiago una tarde de verano del 2011, cuando recibió una llamada del pediatra de su hijo, quien le preguntó si podía pasar a su consulta. Hace unos días, Ignacio Marín se había realizado exámenes porque su madre lo notaba un poco más flaco de lo normal y ahora, al recordar ese momento, se detiene en signos y síntomas que también deberían haber llamado su atención, dice: su cansancio, su palidez, sus ojeras.
Al llegar, Javiera recibió la noticia como un shock. A sus 7 años, Ignacio fue diagnosticado de leucemia mieloide crónica, un tipo de cáncer a la sangre que genera que los glóbulos blancos proliferen de forma incontrolada en la médula ósea e ingresen al torrente sanguíneo en grandes cantidades, produciendo distintas dolencias.
Según el Segundo Informe del Registro Nacional del Cáncer Infantil (RENCI), las leucemias son el cáncer más común en menores de 15 años, afectando al 42,2% de los 2.584 casos de cáncer reportados entre 2012 y 2016. Si a ello se suman las cifras de linfomas, la realidad es que uno de cada dos niños con cáncer en Chile tiene una enfermedad a la sangre.
Hospitalizado por cerca de 20 días en la Clínica Alemana, Ignacio volvió a su casa con un remedio que le permitió entrar al colegio en marzo. Sin embargo, en septiembre su cuerpo comenzó a rechazar la pastilla hasta que le generó una crisis blástica. Fue entonces, cuando sus padres acudieron al doctor Francisco Barriga, oncólogo del Hospital Clínico UC, con quien ya habían tenido una consulta y les había comentado sobre la posibilidad de un trasplante de células madre sanguíneas. Tras esa cita, vino la búsqueda de un donante compatible.
En 2019, Ignacio y Javiera conocieron a su donante compatible: una mujer de Zimbabue llamada Josie.
En todo este periodo, Javiera recuerda que, junto a su marido Cristián Marín, ambos ingenieros comerciales, adoptaron un manejo de crisis. La experiencia con su primer hijo, quien nació con síndrome de Down, les había enseñado a nombrar a un vocero de la familia y dividirse los roles. Como ella trabajaba de forma independiente, cuenta, “se dio naturalmente esa distribución: yo acompañaba emocionalmente y mantenía la relación con los doctores en la clínica, mientras que mi marido veía las cosas económicas, seguros y financiamiento”.
Una distribución que se corresponde con los resultados del estudio “Costos socioeconómicos de enfermedades oncohematológicas en pacientes pediátricos”, realizado por la Universidad Adolfo Ibáñez para la Fundación DKMS Chile. De los 90 casos entrevistados, un 97% de las madres acompaña a su hijo o hija al tratamiento, en comparación al 78% de los padres. A la inversa, un 67% de las madres se destina a la búsqueda de apoyo financiero, mientras que los padres llegan al 72%.
“Tiene que ver con un tema sociocultural, el rol de cuidado todavía está muy asociado a la figura femenina”, explica Isabel Valles, psicooncóloga de la Unidad de Hemato-Oncología Pediátrica de la Red UC Christus. “En general, a los niños los acompaña la mamá en el hospital, a pesar de que podemos tener una figura paterna muy activa y ella suele también sacrificar su trabajo”, cuenta sobre una decisión que es conversada por cada pareja.
Cuando en noviembre del 2015 a Valentina Poza le dijeron que su hija tenía leucemia linfoblástica, sintió cómo se acaba el mundo. Rápidamente, trató de sostenerlo y así comenzaron los viajes de 70 kilómetros entre su casa en Arauco y la clínica en Concepción para tratar a Sofía Galindo, de entonces 7 años. Idas y vueltas de casi dos horas por la Ruta 160 que se extendieron por más de dos años.
“La isapre no me permitía que ella fuera atendida en Concepción y querían que fuera trasladada a Santiago. Entonces, la clínica en Concepción cobró todo normal, el GES no corrió”, explica Valentina, quien en varias ocasiones recurrió a la Superintendencia de Salud, con el objetivo de paliar la deuda de casi 24 millones de pesos y para la que, finalmente, firmó un pagaré.
Tanto su familia, como su ex pareja -y papá de Sofía- estuvieron pendientes de la pequeña durante todo el proceso, pero en su caso, Valentina asumió el rol de cuidado y las gestiones financieras. Aún faltaban dos años para que se promulgara la Ley Sanna y, por lo mismo, recurrió a licencias médicas como muchas otras madres.
“Al final, el tratamiento de la Sofi, los medicamentos y todo eso se llevó a cabo solamente gracias a las rifas y a los bingos que se hicieron”, confiesa. Actividades a las que recurren un 77% de las familias entrevistadas para DKMS Chile.
Clases de zumba en la plaza de la comuna y en el gimnasio de los bomberos, bingos y postretones en el Liceo San Francisco de Asís, jeepeadas en el sector de Las Piñas y en las Dunas de Yani, todo iba en beneficio de Sofía. Además, algunos familiares y amigos formaron el grupo “Todos por Sofi”. “Era trabajar para poder reunir fondos y todo lo que se vendía era donado por locales comerciales, las pymes, la gente que colaboraba”, cuenta Valentina.
No obstante, en 2018 los esfuerzos se duplicaron. En su año de remisión, a Sofía le encontraron una leucemia mieloide que la llevó a ser trasladada de urgencia a Santiago para un trasplante de médula ósea. Por diez meses, ella y su mamá arrendaron un departamento frente al Hospital UC, hasta que hallaron a su donante compatible y recibió el alta.
Entre tanto, la primera cuenta fue pausada al recibir el nuevo diagnóstico, la que Valentina pudo pagar recién en 2021, gracias a que su mamá vendió una propiedad que tenía, tal como lo han hecho en el 6% de los casos consultados para el estudio nombrado.
Sin embargo, a esto se le suma la cuenta de la segunda leucemia tratada en Santiago. A tres años del trasplante, Valentina reflexiona: “Te enfocas tanto en que ella tiene que salir de esto, que uno no piensa en otra cosa. Ahora uno aterriza todo lo que pasó e igual fue fuerte”.
Valentina y Sofía en distintos momentos de 2015, 2016, 2019 y 2022.
Ambos, Ignacio y Sofía, cursaban tercero básico cuando fueron diagnosticados de leucemia por primera vez. En el caso de ella, durante ese año de tratamiento y hospitalizaciones recibió guías del Liceo San Francisco de Asís. Cuando le dieron el alta, una educadora diferencial, enviada por el establecimiento, la visitó todos los viernes durante una hora y media.
“Tuvo hartas lagunas, pero a la Sofi siempre le gustó estar activa y con ganas de seguir”, recuerda su mamá. Le hicieron pruebas finales que aprobó y, en mayo del año siguiente, entró a cuarto básico. Después, para la segunda leucemia, Sofía cursó sexto en la Escuela Hospitalaria del Hospital Clínico UC y lo finalizó en su liceo de Arauco.
En el caso de Ignacio, mientras estaba The Grange School y recibía el tratamiento con la pastilla, se apoyó en una psicopedagoga por su cuenta y, tras el trasplante, con otra especialista. “Me tocó esta enfermedad entre tercero y cuarto básico, donde las cosas te las puede enseñar una profesora particular. Si me hubiese dado en segundo o tercero medio sería algo imposible, porque son materias mucho más difíciles. Yo no repetí y, cuando volví al colegio, no me costó tanto retomar las materias”, dice a 10 años de su trasplante.
Sin embargo, en un inicio la relación con el colegio fue un poco difícil, detalla Javiera, quien también es ex alumna: tuvieron que pedir que no les cobraran la mensualidad y, por su parte, llevar a una psicóloga amiga, quien les contó un cuento a los compañeros de Ignacio para que entendieran su enfermedad.
Con el tiempo, la institución les pidió disculpas y tomó medidas para futuros casos. “Gracias a nuestra gestión, ya una vez que Ignacio volvió, nos juntamos con los apoderados y se instauró una especie de relacionadora pública que está encargada de estos temas”, explica Javiera.
Entre guías y tratamientos, Ignacio y Sofía, sabían que pasaba algo. “Yo era chico, pero no por ser chico es que no entendía nada. Quizá ahora manejo los tecnicismos, pero siempre preguntaba todo”, cuenta el joven de ahora 19 años. “En la casa muchas cosas cambiaron: me tuvieron que armar una pieza separada de mis hermanos y usar un baño aparte”, recuerda.
Explicarles no fue fácil, nunca lo es. “Siempre necesitas hacerlo, aunque sea un niño de tres años. A los siete u ocho puedes dar una explicación un poco más compleja con antecedentes desde la biología, decir el nombre de la enfermedad, la parte del cuerpo que afecta y el tratamiento que va a recibir”, recomienda Valles, quien también es Jefa Técnica la Corporación Cáncer de Mama Chile, Yo Mujer. “A esa edad es muy importante desculpabilizar a los niños. Explicarles que no porque se portaba mal en el colegio ahora tiene cáncer, por ejemplo”.
De esta manera, cuando Javiera observó que Ignacio comenzó a perder la confianza en los doctores -quienes le decían que en la tarde podría irse a su casa, pero tras los resultados de un examen cambiaban de opinión-, tomó unos lápices, lo sentó y le dijo que ella le diría la verdad. “Trataba de ocupar los menos eufemismos y sí muchos dibujos. Le decía la verdad, pero acomodada a un niño, sin palabras raras, sin fantasmas”, detalla.
Todos estos esfuerzos familiares, económicos y educacionales repercuten en los padres y madres, quienes durante el tratamiento concentran sus esfuerzos en la salud de sus hijos. No es hasta que reflexionan sobre todo esto, que se dan cuenta del impacto emocional. Para Valentina, el apoyo de su actual pareja fue clave, quien la visitó en Concepción y Santiago.
“Esa era mi contención, yo llegaba donde él y me lanzaba al piso y ahí podía dejar esa coraza de que estaba bien. O sea, mi hija nunca me vio llorar, a ese nivel. Uno como que se guarda todas esas cosas, pero después pasa la cuenta”, sincera.
Y agrega: “Creo que no debí haberme hecho tanto la fuerte. Yo soy la mamá, pero tenía que ser soporte para la Sofi, para sus abuelos y mis hermanos que también estaban mal. Quizás debí decirles: ‘Ustedes son los que tienen que contenerme a mí’, porque eso después me trajo crisis de pánico, crisis de angustia, ansiedad, tuve que estar en tratamiento dos años con psicóloga. Creo que todas las mamás terminamos igual”.
“Cometimos el error de no contar con un apoyo psicológico para nosotros, tanto así que durante ese período jamás tomé ni un armonil, porque tenía pánico a no estar alerta”, coincide Javiera. Mientras ella se detenía en cada uno de los medicamentos que le administraban a su hijo, también ideaba juegos y formas de entretenerlo durante su tratamiento.
“Tuve una suerte muy grande de que mis papás, mi mamá más que nada, fueron excelentes. Ella pasándola pésimo y todo, se enfocó en que yo la pasara bien. Mi mamá jugó un rol importantísimo. Ella convirtió algo que es una enfermedad catastrófica, en una vivencia que para mí siendo niño no la viví tan terrible gracias a ella”, comenta Ignacio.
Ignacio durante la celebración de los 100 mil donantes en 2021.
Tres años después del trasplante, esa presión le desembocó a Javiera un infarto al corazón. “Para mí como mamá el trasplante fue un hito, pero ha sido súper cansador el post porque, al final, nunca he podido quizás hasta ahora hacer un corte”, añade.
En estos casos, Isabel Valles recomienda que “si en algún minuto se quiebra y se pone a llorar frente al hijo, no pasa nada. En la medida que esta mamá o este papá puede mostrar esa fragilidad, el niño también va a poder decir: tengo pena, tengo miedo, me siento asustado. No necesitas ser una súper mamá, necesitas ser una mamá humana, con sentimientos, con miedos, con temores, con aprehensiones”.
Algo que está muy relacionado con el cambio en la forma de abordar el cáncer: “No tratarlo como una guerra, una batalla o una lucha, sino que como una enfermedad igual que muchas otras”, asegura. “La metáfora bélica genera mucha exigencia a los pacientes y a sus padres. La actitud de lucha tiene que ver con estar siempre bien, fuerte, con ganas de pelear y la vivencia emocional que hay detrás no es así. Hay días que en verdad no tienes ganas de nada y está bien. Hay que dar espacio a todas esas experiencias y sobre todo a emociones que tienen que ver con la fragilidad que como sociedad nos cuesta mucho sostener”.